El hombre que contaba las estrellas lo hacía de manera artesana y menestral.
Las enumeraba a simple vista, una a una. Exceptuando, claro, en días nublados.
Observar el cielo nocturno era un esfuerzo arduo, dada la magnitud de la bóveda celeste y la similitud de los astros.
Noche tras noche, el cosmos se desplegaba a su entera disposición y con entusiasmo renovado comenzaba un día más su actividad numérica.
El telescopio catadióptrico no tenía ningún interés para él.
Al atardecer, cuando el sol se ocultaba detrás del edificio de las aguas, esperaba unos minutos, y la oscuridad, exacta y precisa se desplomaba lenta. Cuando no quedaba rastro de luz solar ni lumínica, comenzaba el cálculo.
Su actividad empezaba desde el exterior de la puerta de la cocina, avanzaba su lenta enumeración desplazándose silencioso por los jardines vecinos, sorteaba obstáculos de todo tipo sin bajar la vista del firmamento. Siempre en dirección al sur.
Frecuentemente se descontaba, pero estoico y sin renuncia, desandaba los pasos y volvía a recomenzar la rueda numérica desde la parte trasera de la casa.
La vez que fue más lejos físicamente, llegó hasta el cruce de la esquina del tranvía azul con el Paseo de la muralla. El día anterior había conseguido otra marca: arribar sin descontarse hasta la estrella 1.002, de las 8.000 visibles sin neblina atmosférica
Una noche de Agosto calurosa y húmeda, vio recompensado el esfuerzo de sus noches insomnes.
Alrededor de las 22 h., sentado sobre la barandilla de una terraza con olor a frituras de pescado, contaba la número 414, cuando en dirección nordeste, un centenar de estrellas fugaces, las Perseidas, llamadas también "lágrimas de San Lorenzo", se desplomaron como una cascada, tormenta brillante, alrededor de su figura.
Supo que no se había equivocado. Supo, que la felicidad, su felicidad, era un espacio lleno de lluvia...de estrellas.
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