
Estoy cenando con un amigo en un local pequeño y acogedor, buena comida y excelente música, los que esperan una mesa libre dejan correr el tiempo, distendidos, en la barra tomándose una copa.
Cuando el camarero se acerca a la mesa con los cafés, levanto la vista y veo a una pareja muy junta en el extremo del mostrador. No oculto la dirección de la mirada.
Intuyo las palabras suaves que él le desliza al oído mientras le
sonríe de un modo magnífico y experto.
Astuto, percibe antes el latido que la respuesta de su acompañante, conocedor de su inexperiencia le complace su titubeo y su desarme. Diestro en el juego provocador, insistente, endiablado, bordea hasta la ilegalidad las objeciones de la mujer haciéndola dudar de lo que sabe, de lo que cree aprendido. Tahúr de juegos que ella desconoce, artesano de llaves que abren cielos sembrados de nubes oscuras le divierte ver como ella se enreda con sus palabras.
La apremia, porque se resiste.
Estoy en estéreo siguiendo la conversación de mi amigo pero con la mirada sesgada, registrando los movimientos del cortejo: el avance y el titubeo del gavilán y la paloma.
Ella separa ligeramente el cuerpo, la sonrisa, desde la distancia que nos separa me parece más cauta, quizás desconfía, acaso intuye que nunca la acompañará en días festivos, o presiente que jamás irán juntos a ver el mar, adivina que no compartirán ni el título de un libro, que no visitarán otro país que no sea el dormitorio masculino, sospecha que no tendrá su
confort cuando surja un obstáculo y su instinto femenino
huele a largas noches de espera.
Pienso, sorbiendo el café, que si se alejara rápido no quedaría memoria de él.
Porque la memoria con el paso del tiempo se convierte en imaginación.
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