
Hacía tiempo que no viajaba en tren.
En realidad hacía bastantes años que no utilizaba este medio de transporte, ni en corto, ni en largo recorrido.
Recordó cuanto le gustaba desplazarse en ferrocarril, antes, cuando lo usaba a diario.
Este en concreto, era el que la devolvía siempre a casa, su tren de las 7.30, aunque el lenguaje digital en verde de la gran pantalla, marcara -confundiéndola a diario-, que eran las 19.30 P.M.
El paisaje había cambiado y ella también.
Se acomodó para un viaje doble, de locomoción y al interior de sus recuerdos.
Hacía tiempo que evitaba acordarse que había tenido una casa en las afueras de la ciudad que compartió con un hombre - el hombre- que tanto había amado y que tanto la había defraudado y por primera vez razonó sin una partícula de sentimiento y con la vista clavada en el horizonte cambiante, que quizás debería ser justa y afinar el juicio: ella también fue una gran defraudadora.
Al entrar el convoy silencioso en el primer túnel, recordó el dolor del primer tiempo de la ruptura, como navegó dentro de una niebla espesa que le impedía avanzar, como creía empujar su espesura gris, ella, que era débil y pálida y su cuerpo no era atlético, como emergiendo detrás de un telón con apariencia teatral brotaba más y más niebla compacta, pastosa, de tono sucio y plomizo y como la fatiga la desfondaba sin apenas moverse del sitio.
En la introspección escuchó el vacío de sus propias palabras, escapadas desde la comisura de su boca, desprendidas, pálidas como una letanía pobre: no hay que afligirse por un amor evaporado.
Y eso, no la consoló.
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