Llamó al timbre de mi casa un martes hacia las doce y media de la mañana. Se presentó: era vendedora de una conocida marca de cosméticos. "No te interesaría...?". Tenía la cara graciosa y el aspecto muy cansado.
Mi defecto es la empatía, lo sé, viene de largo, me ha creado más de un problema meterme en la piel de otra persona sin que nadie me llamara. Así que sin pensarlo dos veces, ni una, la invité a café recién hecho, advirtiéndole, eso si, que no le compraría nada. Me miró con ojos agradecidos, husmeó, inclinó la cabeza agradecida como un perro pachón y diez segundos después estaba acomodada en el sofá mirando mis desplazamientos como si hubiera estado instalada en mi casa desde siempre.
En el segundo café parloteábamos sobre lo divino y lo humano. Ella más. Hablaba muy rápido y tenía un deje curioso, arrastraba las eses y su charla quedaba, un poco, bastante, enfatizada.
Era una abogada sin pleitos y no vivía mal con su nuevo trabajo vendiendo cremas antiarrugas catálogo en mano, " además, como me gusta hablar..." "Ya". No se si estaba muy cuerda.
Giró la cara hacia el balcón mirando el sol que inundaba la calle, después de un silencio ni corto, ni largo, volvió la cabeza hacia mi, colocó un cojín entre su cuerpo y el mío y bajando la voz en un sususurro grave, espetó: " mi especialidad es la angeología..." "perdón?".
Giró la cara hacia el balcón mirando el sol que inundaba la calle, después de un silencio ni corto, ni largo, volvió la cabeza hacia mi, colocó un cojín entre su cuerpo y el mío y bajando la voz en un sususurro grave, espetó: " mi especialidad es la angeología..." "perdón?".