lunes, 19 de abril de 2010

el contador de estrellas...

















El hombre que contaba las estrellas lo hacía de manera artesana y menestral.
Las enumeraba a simple vista, una a una. Exceptuando, claro, en días nublados.
Observar el cielo nocturno era un esfuerzo arduo, dada la magnitud de la bóveda celeste y la similitud de los astros.
Noche tras noche, el cosmos se desplegaba a su entera disposición y con entusiasmo renovado comenzaba un día más su actividad numérica.
El telescopio catadióptrico no tenía ningún interés para él.

Al atardecer, cuando el sol se ocultaba detrás del edificio de las aguas, esperaba unos minutos, y la oscuridad, exacta y precisa se desplomaba lenta. Cuando no quedaba rastro de luz solar ni lumínica, comenzaba el cálculo.

Su actividad empezaba desde el exterior de la puerta de la cocina, avanzaba su lenta enumeración desplazándose silencioso por los jardines vecinos, sorteaba obstáculos de todo tipo sin bajar la vista del firmamento. Siempre en dirección al sur.
Frecuentemente se descontaba, pero estoico y sin renuncia, desandaba los pasos y volvía a recomenzar la rueda numérica desde la parte trasera de la casa.


La vez que fue más lejos físicamente, llegó hasta el cruce de la esquina del tranvía azul con el Paseo de la muralla. El día anterior había conseguido otra marca: arribar sin descontarse hasta la estrella 1.002, de las 8.000 visibles sin neblina atmosférica


Una noche de Agosto calurosa y húmeda, vio recompensado el esfuerzo de sus noches insomnes.
Alrededor de las 22 h., sentado sobre la barandilla de una terraza con olor a frituras de pescado, contaba la número 414, cuando en dirección nordeste, un centenar de estrellas fugaces, las Perseidas, llamadas también "lágrimas de San Lorenzo", se desplomaron como una cascada, tormenta brillante, alrededor de su figura.

Supo que no se había equivocado. Supo, que la felicidad, su felicidad, era un espacio lleno de lluvia...de estrellas.


.

lunes, 5 de abril de 2010

amenaza tormenta...






















Los relámpagos anunciaban lluvia cuando se despedian en el descansillo.

Mantenían la puerta semicerrada a sus espaldas para impedir que el gato manx, un gato sin cola entusiasta de los espacios abiertos, se escabulliera entre sus piernas.
Otro relámpago, un resplandor vivo e instantáneo les iluminó el pasillo oscuro. Ella contó mentalmente: uno, dos, tres... el trueno retumbó sobre la última palabra de él. Adiós. Ella cocluyó: la tormenta está a tres kilómetros...
Un largo abrazo, dos sonrisas.
La de él, amplia, parecía satisfecho. La de ella, sólo esbozada en una cara desmaquillada y serena. Un lector de gestos avispado habría interpretado que aquella media sonrisa era la traducción de una presentimiento: no volverían a verse.
Cuando cerró la puerta, se quedó inmovil escuchando el sonido de sus pasos alejándose, suaves, elegantes, amortiguados por la larga alfombra del pasillo.
Finalmente el silencio.

Los sentimientos de él cabían en la palma de una mano.
Los de ella eran intensos, penetrantes, complejos, abarcadores: jaspe rojo
Encontrarse tan poco y tanto, fue como el choque de dos cuerpos en un callejón angosto, oscuro y sin salida, con una única dirección y dos posibilidades: estamparse contra el muro, o volver sobre sus pasos.
Se arriesgaron. Los dos. Se mezclaron, se fundieron, traspasaron juntos, volvieron sobre sus pasos abrazados, ocuparon el mínimo espacio, llenaron su tiempo y su universo de caricias y palabras sin reproches.

Empezaba a caer una lluvia suave sobre la cristalera de la terraza.
Salió a la ventana y lo vió a punto cruzar la calle, él se volvió a mirarla, la sonrisa aún estampada en su cara, con la mano le hizo un último gesto de despedida.

Y ella, liberó, como la lluvia que escampa, una voz impensable: "abre bien el paraguas, que desde mi ventana te lanzaré las palabras que menos te duelan "

.

viernes, 29 de enero de 2010

apariencia engañosa...

















Tenía los ojos tan pequeños como un borrón de tinta china.
Tanto, que los de su entorno la llamaba "ojos de pulga", mote que nunca interpretó como desconsiderado. Según su modesto juicio se trataba de un cumplido cariñoso.
Todo lo que contemplaba: hombres, animales, edificios, trenes, coches, paisajes, los percibía un poco borrosos, diminutos y confortables, y presuponía que vivía en un mundo de acogedora miniatura.
Un día de invierno, alrededor de las seis de la tarde, entró en el desván buscando un viejo jarrón de flores.
El contorno de los objetos desdibujados por la escasa luz del trastero, hizo que se apoyara, descuidada, en una mesa de tres patas, que resistía firme en su horizontalidad asentándose sin gracia sobre las cajas de antiguos refrescos; del cajón semiabierto, olvidada, asomaba una polvorienta lupa, el mango moteado con enrevesadas incrustaciones en nácar. Entre las partículas de polvo que la cubrían aparecían, desfallecidas, unas letras que a ella se le antojaron góticas.
Limpió cuidadosamente con la punta de la falda el mango desconchado y emergió una palabra aparentemente inocente.
La leyenda le daba una orden breve: mírarme.
Acercó la lente a su ojo derecho -en su mano los restros de serrín acumulado por las carcomas sobre la superficie de la mesa coja, le produjeron un ligero escozor en sus ojillos de tachadura-. Miró, y se asombró al descubrir un mundo distinto, de gigantescas proporciones.
Asombrada, subió las escaleras lupa en mano, salió al exterior, inspeccionó un mundo desmesurado, y confusa, no supo distinguir si tenía el primero de los cinco sentidos atrofiado, o era una enana viviendo en un mundo de colosos.

.