viernes, 29 de enero de 2010

apariencia engañosa...

















Tenía los ojos tan pequeños como un borrón de tinta china.
Tanto, que los de su entorno la llamaba "ojos de pulga", mote que nunca interpretó como desconsiderado. Según su modesto juicio se trataba de un cumplido cariñoso.
Todo lo que contemplaba: hombres, animales, edificios, trenes, coches, paisajes, los percibía un poco borrosos, diminutos y confortables, y presuponía que vivía en un mundo de acogedora miniatura.
Un día de invierno, alrededor de las seis de la tarde, entró en el desván buscando un viejo jarrón de flores.
El contorno de los objetos desdibujados por la escasa luz del trastero, hizo que se apoyara, descuidada, en una mesa de tres patas, que resistía firme en su horizontalidad asentándose sin gracia sobre las cajas de antiguos refrescos; del cajón semiabierto, olvidada, asomaba una polvorienta lupa, el mango moteado con enrevesadas incrustaciones en nácar. Entre las partículas de polvo que la cubrían aparecían, desfallecidas, unas letras que a ella se le antojaron góticas.
Limpió cuidadosamente con la punta de la falda el mango desconchado y emergió una palabra aparentemente inocente.
La leyenda le daba una orden breve: mírarme.
Acercó la lente a su ojo derecho -en su mano los restros de serrín acumulado por las carcomas sobre la superficie de la mesa coja, le produjeron un ligero escozor en sus ojillos de tachadura-. Miró, y se asombró al descubrir un mundo distinto, de gigantescas proporciones.
Asombrada, subió las escaleras lupa en mano, salió al exterior, inspeccionó un mundo desmesurado, y confusa, no supo distinguir si tenía el primero de los cinco sentidos atrofiado, o era una enana viviendo en un mundo de colosos.

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